A Carlota no le
había quedado otro remedio que acudir a la consulta médica de la Seguridad
Social. Hacía tres noches que no dormía por culpa de esa voz que le martilleaba
la cabeza, jactándose de lo aburrida y miserable que era su vida.
Mientras esperaba
su turno en una silla de plástico blanca, sacó del bolso el libro del Retrato
de Dorian Gray para leerlo por quizá quinta vez en su vida. No podía
remediarlo, estaba enamorada de esa idea de belleza. Carlota detestaba las
arrugas, siempre llevaba el pelo liso como una tabla. Se vestía con camisas y
pantalones de pinza que planchaba con primor, no porque le gustaran las camisas
sino porque a Carlota le pirraba planchar. Planchaba sábanas, manteles,
calcetines, tangas, fundas de cojín y todo aquello que pudiera recibir una
buena repasada. Por supuesto no le gustaba nada la idea de envejecer, no por el
hecho de ser mayor sino por tener arrugas en la cara y no poderlas planchar. Le
encantaría tener un cuadro que envejeciera por ella, pero imaginaba que sería
algo que no podría costearse. Dorian era un aristócrata, ella una simple
cuarentona parada. Pero no estaría mal adoptar un perro que primero fuera un
Beagle y con los años fuera convirtiéndose en un Shar pei.
Carlota consultó
el reloj y resopló al comprobar que llevaba media hora esperando. Por el
rabillo del ojo se dio cuenta de que su queja había llamado la atención de un
hombre. Carlota levantó la vista y se topó con una sonrisa tímida. Su mirada
avellanada huía tras las gafas como queriendo aparentar que no la había visto.
Sus manos grandes y bien cuidadas pasaban página de un libro cuyo título no
alcanzaba a leer.
-Disculpe, ¿cuánto tiempo lleva
usted esperando? -le preguntó Carlota.
El hombre pareció
sorprendido de que se dirigiera a él aunque Carlota le miraba directamente a
los ojos. El pelo negro y alborotado del hombre se movió ligeramente cuando
este consultó su reloj.
-Unos veinte minutos más o menos
-contestó en un tono prácticamente inaudible, debido a las toses, llantos de
críos y tonos de voz extremadamente altos que había alrededor.
Ella le dio las
gracias con una sonrisa y continuó leyendo sin darse cuenta de que aquel hombre
de labios firmes y pómulos hundidos le echaba miradas furtivas tras sus gafas
metálicas.
-¿Carlota Ramírez? -preguntó el
médico alzando la voz.
Carlota se
levantó y guardó el libro en el bolso. Entró a la consulta y cerró la puerta
tras de sí. Por fin alguien pondría
remedio a ese infierno que vivía día y noche. Se sentó frente al escritorio del
Dr. Velasco y esperó a que éste inquiriera sobre el por qué de su visita.
-Cuénteme Sra. Ramírez
-Me ha crecido una amargura en
la cabeza -contestó Carlota con contundencia. Al Dr. Velasco debió parecerle
divertido pues soltó una risotada.
-Pero Señora, no hay nada que yo
pueda hacer para curar algo así.
-Algún remedio tiene que haber,
es un bulto, como un tumor que crece y crece, ¡hay que pararlo! Me quiere
hundir con sus palabras perversas...
-Pero, por Dios. ¿Se escucha
usted? -la interrumpió el médico
-...a veces me presiona el pecho
y le aseguro que me falta el aire. ¡Deme algo para matarlo doctor!
-Yo no trato este tipo de
enfermedades, debería ir a un psicólogo.
-Ah, no, ¡no señor! Si ese bulto
tuviera patas le enviaría al psicólogo, pero yo no pienso acompañarle, no creo
en la terapia conjunta.
Carlota salió del centro de la
Seguridad Social indignada. ¿Por qué era tan difícil recetar un antibiótico
contra la amargura? Sólo había una cosa que podía alegrarle el día. Entró al
Zara y se fue a la sección de señoras en busca de una camisa. Tocó las telas
una a una estudiando cuál de ellas necesitaría un mayor repaso después de pasar
por la lavadora. Se decidió por una color rosa pastel y fue a la caja. Le preguntó a la chica si la
camisa se arrugaba mucho y ella que estaba a punto de quitarle la alarma,
contestó negativamente, cosa que hizo perder el interés de Carlota por la
camisa. La chica leyó rapidamente la decepción en su rostro y comentó lo
tremendas que se volvían las arrugas en ese tipo de tela. Con esa pequeña
adquisición Carlota llegó a casa y la metió en la lavadora, montó la tabla en
mitad del comedor y enchufó la plancha
mientras la amargura le gritaba que era patética.
Al miércoles siguiente volvió a
ir al médico. Esta vez tendría que darle algo, el bulto era mucho más grande,
tanto que no había salido de la ducha al momento de verse los dedos arrugados.
Se sentó en el mismo sitio de la última vez y qué casualidad que al otro lado
volvía a estar el hombre de pelo aleonado.
-¿Qué te trae por aquí?
-preguntó curiosa
-Un catarro que no quiere irse,
¿y tú?
-Un bulto que también se
resiste.
-Ah...bueno, espero que no sea
nada grave -balbuceó el hombre
-Sobretodo los miércoles parece
empeorar, pero no es nada que no se pueda curar con un buen medicamento.
El médico pronunció su nombre
con cierto escepticismo y Carlota entró de nuevo a su consulta. Recibió exactamente la misma
respuesta, pero esta vez al Dr. Velasco ya no le parecía divertido. Algo que
Carlota agradecía porque no era para reírse, había que tomar a ese bulto muy en
serio si querían conseguir deshacerse de él. La insistencia de Carlota no ayudó
a que el médico hiciera una receta sino más bien que la invitara a marcharse.
Cada miércoles volvía al médico,
hasta que un día dejaron de llamarla. Se pasaba horas y horas en la silla de
plástico. Leía a Oscar Wilde una y otra vez. No se quejaba porque tampoco tenía
nada mejor que hacer. Muchos de esos días el hombre estaba allí. Decía que el
catarro se había agarrado bien, pero cuando se dio cuenta de que Carlota ya no
le creía, cambió de versión y dijo que le dolía mucho el pie. Fue uno de esos
días cuando el hombre, que se presentó con el nombre de Paco, la invitó a tomar
un café. De camino hacia allí, Paco se olvidó que le dolía el pie y caminó sin
problemas.
-Parece haberse curado solo
-comentó Carlota con ironía.
Paco balbuceó
algo ininteligible arrancando una sonora risa de Carlota, y tuvo que admitir
que le había pillado. Estaba perfectamente sano. Fue entonces cuando le
preguntó qué era ese bulto que tenía ella. Entraron a la cafetería y se
sentaron en una mesa con patas de hierro forjado. Con un café humeante en las
manos, Carlota le contó que su ex-novio la había dejado por otra, porque estaba
harto de sus manías. Lo peor de todo era que con él esperaba haber tenido hijos
y ahora estaba sola. Poco después la despidieron del trabajo, alegando recortes
de personal. Y el bulto que al principio era muy pequeño se había ido haciendo
grande amenazando con tragársela entera. Paco fue muy comprensivo con ella y
aseguró que él podía ayudarla. Era filósofo y entendía de amarguras, también
los métodos para acabar con ellas.
Así quedaron
todos los miércoles en la cafetería de al lado de la Seguridad Social. Carlota
le habló sobre sus sueños. Le encantaría abrir una tintorería y pasarse el día
planchando. A Paco le resultaba una afición de lo más extraña pues nunca había
conocido a una mujer que le gustara planchar, pero teniéndolo en cuenta, una
tintorería era un sueño razonable. Para él su sueño era ella.
Un lunes lluvioso
Carlota le propuso quedar en su casa. Y cuando Paco subió al tercero primera,
unos labios abrieron la puerta. Carlota que sólo iba con camisa y tanga le
arrastró por el pasillo hasta que llegaron a la habitación. Entonces Paco, en
un ataque de pasión desmedida le arrancó la camisa, casi todos los botones
saltaron por los aires y Carlota le miró como si acabara de liberarla de algo
que le pesaba mucho.
-¡Has acabado con el bulto!
-exclamó
-Es el calentamiento, primero
hay que quitar la amargura y después la ropa interior, sino el sexo no sería lo
mismo ¿no?
Carlota tuvo el
mejor sexo de toda su vida y llegó al orgasmo al tiempo en que pensaba que
ahora con Paco habría muchas más camisas que planchar.
4 comentaris:
Jo!!! vivan los Pacos!!!
me ha gustado...
Muchas gracias anónimo! Estoy muy ilusionada con el blog, cada comentario que recibo me anima a seguir adelante y trabajar sin descanso hasta ver cumplido mi sueño.
Gracias Carol! Espero continuar publicando relatos que gusten.
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